Soy lo que soy gracias a ti

Nos conocimos allá por el año 80. Yo acababa de llegar al mundo. Él tenía 59 años, mujer, 8 hijos, una nieta que era mi hermana y un nieto, yo. Vivía en una casa muy grande en Cádiz y tenía un chalet en Valdelagrana.

En mis primeros años el césped de aquel chalet fue mi mejor campo de juegos. Allí aprendí a sacarle los piñones a las piñas de los árboles, a conducir mi coche a pedales, a esconderme, a columpiarme hasta casi tocar el cielo y a montar en bici.

Un verano compró una piscina de esas plegables con patas de plástico para que yo pudiera bañarme en el jardín. Los mosquitos me acribillaban, pero a él no le picaban. Supongo que, como a mi, su figura le parecía demasiado imponente para atreverse a hacerlo.

Me infundía una mezcla de respeto y asombro que nadie me ha transmitido nunca. A su lado te sentías seguro y querido.

Su casa de Cádiz estaba llena de fotos y de recuerdos de los países que había visitado. Muchas veces al volver de algún viaje me daba algunas monedas del país en el que había estado. Así comencé mi colección de monedas.

Me recuerdo con dos años correteando por el largo pasillo de su casa. Las habitaciones pasaban fugaces a uno y otro lado sin llamar si quiera mi atención. Todas menos una. La de su despacho. Solía trabajar mucho y atrincherarse allí con sus papeles.

Era la última puerta antes de llegar a un salón que sólo se utilizaba en fiestas señaladas, por lo que esa zona de la casa era toda para mí y mi imaginación. Toda menos su despacho. Nadie me prohibió entrar allí, pero sí recuerdo que en cuanto mi abuela veía mis intenciones de rondar por allí me gritaba: «No vayas al despacho, tu abuelo está trabajando». Sus palabras me calaron hondo. Tanto que las respeté como selladas a fuego y sangre. Pero la curiosidad me corroía.

Quería ver cómo era el despacho en el que mi abuelo pasaba tanto tiempo y lo que hacía allí. Cosas de niños. Él no fabricaba bombas atómicas allí ni planeaba conspiraciones judeomasónicas. Hacía cuentas y números. Y los hacía a una velocidad endiablada. Sin calculadora ni papeles, de cabeza.

Alguna vez le pregunté a mi padre lo que había estudiado mi abuelo y nunca lo entendí. Recuerdo que de chico pensaba que mi abuelo era una especie de ministro o algo así. No alcanzaba a entender muchas cosas sobre él y lo que le rodeaba, supongo que por eso lo observaba con fascinación.

Todo de ese despacho me llamaba la atención. Su olor por ejemplo. Ningún sitio en el mundo huele igual a mi olfato. Olía suave. Suena incoherente, pero era así. Era un sitio tranquilo, apartado de ruidos. Con una moqueta suave, mullida y cuidada en el suelo.

De la pared colgaban un montón de diplomas y condecoraciones de decenas de países. El escritorio era de madera y siempre estaba brillante. En la biblioteca los viejos libros de contabilidad que habría estudiado se alternaban con las fotos de sus nietos. A la altura de sus hombros un gigantesco retrato de mi abuelo lo presidía todo. Y lo impregnaba de un algo casi enigmático que me encantaba.

El tiempo parecía pasar de largo sin detenerse por aquel lugar. 25 años después ese despacho no ha cambiado.

Siendo ya adolescente y él más mayor me llevó a que lo acompañara a recoger su nuevo coche. Siempre los tenía limpios y relucientes. Muchas veces, cambiaba dinero para lavar el coche y le dejaba propina al dependiente sólo por cambiarle.

Le encantaba salir a comer fuera. Los camareros siempre lo trataban muy bien porque dejaba siempre una buena propina, tanta que muchas veces mi padre le regañaba. Los dueños de los restaurantes también lo trataban muy bien y siempre se acercaban a saludarle. «Hombre don Juan, hoy viene usted acompañado», le decían a menudo. Siempre lo iba, con alguno de sus hijos o nietos.

Hace unos años salimos a cenar a un restaurante nuevo.  Era verano y nos sentamos en la terraza. Aquello no le gustó mucho, como a mi, porque todos los platos eran muy sofisticados y complicados de entender. Miraba con la curiosidad de un niño pequeño lo que iban trayendo. Entonces trajeron un plato con mucho verde y al colocarlo en la mesa el camarero dijo lo que era. Entonces dijo sonríendo: «¿Eso qué es para las vacas? Mira, a mi mejor me traes un filete».

No le gustaban las verduras, pero sí los dulces, eso también lo heredé de él. A menudo aprovechaba que iba a misa y se traía una bolsa gigantesca de dulces. Mi abuela siempre le regañaba, así que él los escondía en algún lugar de la cocina.

En cuanto a gustos era como todo abuelo. En la televisión no había quien le quitara TVE. Raphael, Julio Iglesias o Rocio Jurado eran como uno más de la familia. Le encantaba ver Cine de Barrio y comentar con mi abuela cosas de las películas. Era del Real Madrid. No se perdía ni un partido en la televisión. Durante los años del Cádiz en Primera fue socio del Cádiz y yo solía ir con él y con mi padre al campo.

Le gustaban los toros y sabía mucho de ellos. Tampoco perdonaba las corridas que daban por la tele. Muchas veces llamaba a casa porque decía que no se veía la tele. Entonces ibas y te dabas cuenta de que estaba intentando encenderla con el teléfono inalámbrico.

Siempre se levantaba muy temprano. Desayunaba en la cocina y luego, sentado en la mecedora del salón junto a la ventana pasaba la mañana leyendo y rezando.

Reunía a la familia en muchas ocasiones. Los fines de semana, en cumpleaños, en santos o en navidad. En las reuniones de navidad siempre había alguna bronquilla. Él se enfadaba porque los pequeños se dedicaban a trastear con algo de la casa, daba dos gritos, pero entonces aparecía mi abuela para mediar. Y lo convencía. Asunto acabado. Ese pronto de carácter también anda ecrito en mis genes.

En Navidad daba siempre aguinaldo a los nietos. Pero a lo mejor, en alguna visita mi abuela le daba un codazito y le hacía un gesto. Entonces él, aunque estuviera cansado y bien sentado en su sillita, se levantaba y venía de su cuarto con un billete. «Toma, para chucherías». Yo le decía: «Bito, con esto tengo para muchas chucherías». Y él me respondía: «Bueno, si te sobran tráeme algunas».

Era la persona más generosa que he conocido, no quería que a nadie de su familia le faltara nada. Cuando cumplió las bodas de oro con mi abuela nos regaló dinero a cada nieto. Con aquel dinero y un poco que tenía ahorrado me compré mi primera moto, un Vespino F9.

Años después vendió un negocio que tenía e hizo lo mismo. Yo ya era más mayor y me compré mi segunda moto, una Aprila Réplica de 125. Con el paso de los años aquel chalet en el que tanto jugué pasó a ser demasiado grande para él y mi abuela, así que decidió venderlo. Sus nietos y sus hijos eran lo primero para él, y repartió aquel dinero entre todos. Muchos lo guardaron. Yo me compré mi primer coche y que aún conservo. Un Citroen C2 al que cuido como un hijo por el valor sentimental que tiene.

La repentina muerte de mi abuela le supuso un mazazo muy fuerte. Envejeció mucho muy rápidamente. La tristeza puede dolar más que un cáncer. La lloró durante mucho tiempo. Durante estos años aprovechó que ya nadie le reñía y disfrutaba como un niño comiendo dulces de todo tipo.

Como no oía muy bien y literalmente reventaba los altavoces de los televisores le ponían unos cascos para oír la tele. Muchas veces le decías algo y le mirabas y él te miraba y te sonreía, aunque creo que realmente no se enteraba de lo que le decías. Nunca se quejó. Ni dejó de sonreír.

Pasé con él el día de navidad, intuía que podrían ser las últimas. Cenó con toda la familia. Luego lo acostamos y le di un beso en la frente cuando lo tapamos bien en la cama. Después pasé un rato ojeando qué tipo de libros tenía en su biblioteca. Libros antiguos de contabilidad, de los años 50, libros de poesía, biografías. Cientos de libros. Y fotos, muchas fotos. Lo guardó todo con muchísimo cariño. Sus cartas de amor a mi abuela, sus medallas, sus viejas libretas del banco de los años 50, sus usados pasaportes, las postales que enviaba a sus hijos en sus viajes, por lejos que estuviera.

En fin de año hablé con él, yo estaba en Jaca con unos amigos y en ese momento estaban acostándolo. Me dijo ríendo: «¡Fernan me voy a la cama! ¡Buenas noches! ¡Hasta mañana!». Yo colgué y no paré de reírme durante un rato.

La última vez que lo vi estaba tapadito en su sofá, con sus cascos y viendo la tele. Yo hablaba con su cuidador y de reojo veía que me observaba con detenimiento de arriba a abajo. Entonces, al despedirme y acercarme a la puerta de salida del salón, me dijo sonríendo: «Ten cuidado». Tardé en entender a qué se refería pero siguiendo su mirada entendí que me veía tan alto que creía que me daría con el marco de la puerta.

En sus últimos días él me veía grande, como yo lo veía a él cuando yo era pequeño, pero para mi, por años que pasaran, él seguía siendo grande. Y generoso, y bueno, y amable, y cariñoso, y la gota de agua a la que me equipararía sin dudar, y mi abuelo…

Y me despedí de él diciéndole: «Soy lo que soy gracias a ti».


4 comentarios on “Soy lo que soy gracias a ti”

  1. Pola dice:

    Ochenta y nueve años, de historia, de legado, de linaje que tiene que seguir dando ejemplo.

    Con pocas palabras a buen entendedor le basta…

  2. crazymj dice:

    sin palabras me has dejado, mucho sentimiento hay en el texto, tienes suerte de tener abuelo, me das envidia de la sana, yo tengo pero pasa olímpicamente de sus nietos, es algo que sé que tengo pero como si no lo tuviera.

    unbeso!

  3. Maria José dice:

    Soy amiga de tus padres y tu carta nos ha encantado a mi marido y a mi, esta llena de sentimientos y muy bien escrita,tu abuelo estará orgullosisimo deu nieto Fernan.

  4. @descarrieada dice:

    Nunca he dejado un comentario en tu blog pero esta entrada lo merece. Ha sido preciosa. Me ha emocionado muchísimo porque yo también adoraba y admiraba a mi abuelo así que no he podido evitar comentar.


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