Esa montaña rusa…

-Mamá quiero montarme en esa montaña rusa.

-No hijo mío, espérate a hacerte mayor y tendrás la tuya propia. Se llamará vida.

Cita propia


¿Cuántas veces habrías detenido el tiempo?

Hace un año, más o menos a estas alturas del verano estaba en Estocolmo. Quería tener eso tan ansiado llamado ‘calidad de vida’. Y me puse a ello. Dejé un trabajo de mierda, con unos compañeros de mierda y con un sueldo de mierda. Y me metí a aprender sueco. Era mi apuesta de futuro tal y como estaban las cosas por España con la crisis. Me fui casi con lo puesto y sólo. Dos maletas y el ordenador. Nada más. Sabía que sería difícil, que en algunos momentos querría rendirme, que tendría bajones. Pero no fue así.

No sólo pude con todas las adversidades que se me presentaron, sino que tuve innumerables momentos de esos en los que te encantaría detener el tiempo. Me pasé un mes intentando encontrar piso, rodeado de desconocidos de mutitud de países en un albergue de la mafia rusa y en otros cuantos más. Pero salí adelante. Yo sólo. Tirando de los pocos recursos que tenía en un país con una cultura y un carácter totalmente opuesto al nuestro.

Nunca antes me había sentido como durante aquel mes. Veía belleza en todo lo que me rodeaba. No dejé de escribir poemas y poemas. Me cruzaba con una chica sueca y me quedaba prendado. Disfrutaba de la ciudad paseando en bici. Me perdía sólo en sitios que ni conocía. Compartí algunas noches con gente con japoneses, australianos, finlandeses, rusos…Pero sobre todo, sentí que había encontrado un sitio que me llenaba. A pesar de estar sólo y de no encontrar piso. Todo lo que veía me llenaba. Rebosaba una mezcla de tranquilidad y satisfacción que no he vuelto a tener desde entonces.

Me recorría la ciudad con mis cascos montado en bici, sin nada que me importara, inmerso en una especie de nube. Y descubría sitios fascinantes, silenciosos, tranquilos, alejados, que sólo me inspiraban cosas positivas y felicidad. Anoche salí a patinar y me puse en el Ipod uno de los grupos que escuchaba mucho allí: Sparklehorse. Me invadió una libertad mental repentina. Empezó a llover y me senté en un sitio que me encanta frente a la playa de Santa María del Mar. Yo sólo. Bajo la lluvia. Y con aquellas mismas canciones que por entonces me acompañaron me senté bajo la lluvia a ver los rayos en el mar y los relámpagos. Hubiera detenido el tiempo en aquel instante como lo hubiera hecho en Estocolmo tantas y tantas veces.

Quizás mi cabeza vaya demasiado rápido desde hace demasiado tiempo. Quizás todo vaya demasiado rápido. Quizás todo se limita a encontrar el equilibrio entre felicidad, ambición y tranquilidad mental. Quizás deberíamos tener muchísimos más momentos así en nuestra vida. Quizás no haya encontrado aún un lugar en el que sentir todo eso y mucho más. Pero lo que sí sé es que encontrarlo es mi meta y alcanzarlo, mi objetivo.


El origen de El Soñador Indomable

El año pasado mi mejor amiga me dijo algo que se me grabó. Yo andaba super quemado en el curro. Las condiciones eran de país tercer mundista y el sueldo bastante cercano. Y por mis cojones que no iba a dejar que nadie me pisoteara derecho alguno. No tenía nada que perder, era un trabajo de mierda con un sueldo de mierda y con gente de mierda, y por lo que tenía que pagar entre transporte y comida casi me salía más rentable quedarme tirado en el sofá.

Redacté un comunicado que firmaron la mayoría de los trabajadores reclamando un poquito de por favor. La empresa se mudaba, no nos iban a pagar transporte, ni darían tickets de comida y tampoco un comedor digno en el que comer nuestra comida cocinada en casa.

El jefe de recursos humanos pidió mi cabeza en cuanto le llegó a las manos, pero no me delataron. Entonces Anita me dijo: «¿Sabes por qué te temen? Porque eres incontrolable. Te tienen miedo porque estás convencido de lo que haces y esa seguridad que tienes en ti les asusta porque ellos no la tienen a pesar de que sus puestos están por encima del tuyo».

Creo que es lo más bonito que me han dicho jamás. No conseguí nada, pero fui un grano en sus culos y me fui tranquilamente de allí. Poco después, me surgió la idea de crearme un segundo blog y yo andaba indeciso con el título y el seudónimo. Y a raíz de aquella conversación poco a poco di con el seudónimo con el que más identificado me sentía, me siento y creo que me sentiré aún por un tiempo: El Soñador Indomable.

 


Un tipo sencillamente complicado

Me gusta estar solo. Y ver películas tirado en mi sofá entre chucherías y pipas. Me gusta dormir solo y escribir a oscuras desde la cama. Me gusta la música, ni muy baja ni muy alta. Me gusta el Cola Cao caliente. Me pirra el chocolate. Me gusta pasar inadvertido. Me gustan las ciudades con lugares en los que perderse sin gente cerca o ruidos de coches. No me gustan los políticos. No me gustan los coches oficiales, ni sus dietas, ni sus privilegios, ni sus trajes de chaqueta, ni sus discursos políticamente correctos.

No me gusta hablar por el móvil. No me gusta que me miren por encima del hombro. Me gustan los retos. Me gusta el silencio. Me gustan los tatuajes y los piercings. Me gusta estudiar a los desconocidos en el metro. No me gustan las discotecas. Me gusta la gente compleja. No me gusta ver a nadie llorar, aunque no me fío de la gente que parece en continuo estado de felicidad. No soy positivo. No soy orgulloso. Soy escéptico, no creo en casi nada.

Me gusta la gente humilde y con personalidad. Me gusta andar por la calle sin tropezar con nadie que me haga frenar. Me gusta conducir rápido. Me gusta observarlo y aprender de lo que veo. Me gusta odiar y sentir rencor, lo veo necesario para seguir adelante. Me gusta crecerme ante gente que se cree superior.

Me gusta reírme de gente que se lo merece. Me gusta decir lo que pienso. No me gusta el twitter, lo veo de lo más narcisista. No me gusta la música comercial, ni los 40 Principales. Siempre que entro al baño pongo la radio. No me gusta cocinar, no me relaja. No se me da bien dibujar. Soy expresivo, si algo no me gusta, se me nota, si no lo digo antes. No me gusta la Coca Cola sin Wisky.

No me gusta que me hagan perder el tiempo. No me gusta que me tomen por idiota. Me gusta hablar de viejas anécdotas. Me gusta cruzarme por la calle con una mujer que huele bien. Me gusta encontrar aparcamiento a la primera. No compro la prensa. Me gusta colgar pósters en mi cuarto. No llevo fotos en la cartera.

Me gusta hacer masajes y cosquillas a las mujeres, me relaja. No me gustan los intelectualoides gafa pastas. No me gustan los museos. No me gustan las bibliotecas. No me gustan los niños pijos que no se han esforzado en la vida para conseguir nada. No me gustan las élites. Me gusta el sexo recién levantado, después de comer y antes de acostarme por la noche.

Me gusta viajar solo. Me gusta no votar a ningún partido político. Me gusta dudar de la verdad. Me gusta acostarme tarde. No me gustan las películas de época. Me gustan los cómics. Y las tiendas de juguetes. No me gustan las zapaterías, son sitios aburridísimos. Me gusta el piano y la batería. Me gusta el jazz. Me gusta tener ídolos aún. Me gusta ver fotos para recordar momentos.

Me gusta escribir pero creo que ahora es momento de irme a dormir.


Te escribiría

Te escribiría las letras que te mereces. Lo más bello y profundo que jamás haya escrito en mi vida. Pero hoy sólo puedo llorarte.

A mi abuelo.


La tristeza está a la vuelta de la esquina

Ella siempre está ahí. Haga más o menos frío. Llueva o nieve. No sé a qué hora llegará a ‘su lugar’. Pero la sigo viendo cuando paso por allí. Antes la veía cada mañana camino del trabajo, ahora sólo de vez en cuando. Pero sigue ahí, en la esquina de siempre. Apoyada sobre la fría pared de una tienda de muebles.

Tendrá unos 70 años. Es más bien alta para su edad. Es delgada y sumamente frágil. Se la ve profundamente triste, casi a punto de romper a llorar. Alguna vez he intentado buscar en sus ojos esa tristeza, pero ella nunca me ha dejado ver más allá de sus gafas de ver. Siempre va muy abrigada con un abrigo largo de color vainilla que le cubre casi todo el cuerpo. Un gorro oscuro le oculta casi en su totalidad el pelo. Una bufanda le ayuda a resguardarse la cara del frío, sin dejar ver con claridad su rostro.

Calculo que llega a ‘su lugar’ a eso de las 8,30 o 9 de la mañana. Cuando el frío aún aprieta y te cala los huesos. No sé de dónde viene. Si viene de su casa. Si viene de casa de algún hijo suyo. Si viene de alguna pensión en la que vive. O si viene de algún portal en el que pasa la noche como puede. Tampoco sé por qué está allí. Simplemente está, sin más, apoyada, mirando al frente, como esperando algo o a alguien. Y ha debido pasar más de un año desde que me percaté de su existencia.

La gente sigue su ritmo sin parecer percatarse de su existencia. Y mucho menos de su persistencia en aquel lugar. Los camiones descargan mercancías, los turistas se entrecruzan, los comercios abren sus puertas, los camareros montan las terrazas. Pero ella sigue allí. Ajena a todo y a todos. Como esperando algo, como buscando algo.

El próximo mes dejo Madrid y me he propuesto ir a verla una mañana, invitarla a unos churros con chocolate en una churrería cercana y saber su historia, y si puedo, ayudarla de algún modo. Y no es que quiera conocer su historia por matar la curiosidad intrínseca al ser humano, quiero conocerla porque algo me dice que es digna de ser contada.