Observando vidas paralelas en un parque
Publicado: 14/01/2011 Archivado en: Delirios diurnos, Personajes Deja un comentarioHoy he estado por tercer día consecutivo en El Retiro. El tiempo acompañaba y no podía resistirme a intentar relajar mi cabeza escuchando música y escribiendo en algún lugar tranquilo del parque. No soy nada hippie ni nada zen pero mi cabeza es como una lavadora en programa de centrifugado y a veces uno tiene que hacer lo que sea para no volverse chaveta.
Busqué un lugar tranquilo. Lejos de turistas, parejas dándose el lote como si fuera a acabar el mundo, niños, mendigos y demás fauna humana que se concentra por allí. Y lo encontré. Con el sol de cara y espacio para tumbarme a mis anchas en el banco de piedra.
Me puse al gran Chet Baker en los cascos. Su tristeza me relaja. Me quedé dormido y me desperté desorientado. Como cuando te quedas dormido en la playa y te despiertas con el ruido de las olas de fondo sin saber muy bien la hora que es ni dónde estás. El disco de Chet Baker había acabado y estaba ahora con el suave piano de Oscar Peterson.
Me incorporé como pude. Parecía que me había fumado 1 kilo de marihuana que la había sobrado a Joe Cocker de Woodstock 69. Oía voces hablando en inglés yankee que no sabía muy bien de dónde venían. Oía algún perro ladrando y los gritos de niñas adolescentes haciéndose fotos para futuros castings del Playboy.
Pero de todo lo que veía y escuchaba a mi alrededor lo que más me llamó la atención fue un niño. Tendría unos 5 años. Era moreno, bajito para su edad y algo regordete. Correteaba tras las palomas que intentaban hacerse con algún trozo de pan que habían dejado en el suelo.
Sólo estaba espantando a una decena de palomas. Tan sólo esa acción y ese niño, en ese momento, en un parque en el centro de Madrid, capital de España, era el más feliz del mundo.
No sabe qué demonios es la Wii. Ni una hipoteca. Ni lo que jode tener un jefe que es un inepto hijo de puta y cobra tres veces lo qué tú sin dar ni golpe. No sabe lo que es el paro. Ni le interesa lo más mínimo las elecciones en el País Vasco. Menos aún le interesan las mujeres o el sexo.
Pero sí le interesaban esa decena de palomas. No entendía por qué cuando correteaba hacia ellas, de repente, salían volando. Sólo quería verlas de cerca, pero las palomas no estaban por la labor. Gracias a sus ojos y a una minuciosa observación su cerebro resolvió el dilema. Así que cambió de estrategia.
Comenzó a acercarse lentamente a ellas. Sin correr. Sin reírse. Sin chillar. Entonces pudo verlas de cerca y observar qué estaban haciendo en el suelo. Una vez se dio cuenta y satisfizo su curiosidad…¡Zas! Las volvió a espantar correteando y ríendo.
Pocos minutos después y mientras el niño seguía espantando a las palomas una pareja de abuelos se me sentó cerca. Tendrían unos setenta y tantos. La vida les había tratado bien. El hombre era alto, bien parecido y con un caminar erguido de envidiar a esa edad. La mujer era super entrañable. Con las mejillas rosadas y una voz muy dulce.
Se sentaron a unos tres metros de mí. Se quitaron los chaquetones para acomodarse en el banco de piedra y se dedicaron a observar, como yo. Durante unos 15 minutos no cruzaron palabra. Al principio pensé que estaban enfadados, como sería casi lógico a esa edad y si llevan casados 40 años. Pero no. Ellos observaban también al niño.
Siempre me ha llamado la atención eso de los ancianos. Han perdido el miedo al silencio. No temen quedarse en completo silencio frente a nadie. No les incomoda. Por la razón que sea no tienen nada que decir en ese momento y no pierden el tiempo hablando de cosas triviales como el tiempo o el tráfico. Cada uno observaba por su cuenta centrado en sus pensamientos y en el momento.
Entonces, la anciana, supongo que también atraída por esa sensación de libertad y alegría que derrochaba el niño comenzó a hablar del que deduje que era su nieto. Creí que quizás el anciano no le seguiría la conversación. Pero lo hizo. Y terminaron recordando con cariño cuando nació su nieto. Pero todo eso no me llamó la atención más que el rato que pasaron los dos en completo silencio simplemente observando lo que tenían a su alrededor.
Quizás no se dieran cuenta del camello que vendía marihuana a una turista alemana pocos metros allá. O del amigo de éste que venía a recoger el dinero para llevarlo a un lugar seguro. Quizás no prestaran atención a las auto fotos que no paraban de hacerse una pareja de enamorados.
Y es que creo, que si algo tienen en común la infancia y la vejez es eso. El niño no conoce la maldad de las personas. No conoce los golpes de la vida. No sabe de ‘esa parte jodida’ de la vida. Los ancianos ya saben todo eso. Han vivido momentos malos y momentos buenos. Están de vuelta de todo. Conocen la ‘parte jodida’. Pero ambos, los ancianos y el niño, viven en paz consigo mismo.